Emociones en el orden público: convivencia y restauración basadas en los afectos colectivos

"La restauración y la noviolencia exigen comprender los afectos como realidades colectivas. Sin prácticas emocionales compartidas las relaciones se debilitan y limita la transformación plena de los daños."

Las emociones no son asuntos íntimos ni privados. Como lo señala Sara Ahmed (2015), las emociones circulan, se adhieren a cuerpos, signos y discursos, y configuran nuestro estar en el mundo. En contextos de convivencia, de relaciones comunitarias o familiares, entender que los sentimientos no son simplemente «de uno» sino «entre nosotros» abre nuevas posibilidades para restaurar, reconocer y transformar los daños.

Cuando, en una comunidad escolar, una diferencia entre estudiantes escala a una confrontación, la reacción emocional inmediata -ira, miedo, rechazo- no es un hecho aislado. Es el producto de historias previas, afectos sedimentados y discursos sobre “el otro”. Como señala Ahmed (2015), las emociones también tienen historia: son formas de inscripción y orientación en el tejido social. Ignorar este entramado afectivo nos condena a ver los conflictos como fallas individuales, cuando en realidad reflejan relaciones, tensiones y memorias compartidas.

La teoría de los afectos de Silvan Tomkins refuerza esta visión: los afectos básicos -como la alegría, la tristeza o el miedo- son reacciones corporales que organizan nuestras interacciones sociales. Tomkins propuso que los afectos modulan el deseo de acercarnos o alejarnos de otros, y que su combinación genera experiencias emocionales complejas. Ahmed recoge esta idea al señalar que las emociones “cargan” objetos y personas, definiendo lo que atrae o repele a un grupo.

En procesos restaurativos, por ejemplo en un conflicto vecinal donde hubo agresiones verbales, trabajar restaurativamente no significa suprimir la rabia o el miedo, sino reconocer cómo esas emociones fueron formadas y hacia quién se dirigieron. Al entender que las emociones son producidas socialmente, la restauración ya no es solo una cuestión de pedir disculpas, sino de reconfigurar afectos: resignificar al otro, redistribuir el miedo, rehacer el reconocimiento.

Ahmed (2015) insiste en que las emociones definen fronteras entre «nosotros» y «ellos». El miedo puede construir al extraño como amenaza; el amor nacionalista puede excluir a quien no se ajusta al ideal colectivo. En espacios de convivencia familiar o grupal, algo similar ocurre cuando etiquetamos a una persona como «problemática» o «peligrosa», reforzando la exclusión emocional.

Desde una perspectiva restaurativa y noviolenta, trabajar sobre las emociones implica cruzar esas fronteras, crear espacios de escucha segura y de reconocimiento múltiple. Es abrir procesos donde las emociones se vivan y comprendan de forma diferente, donde el afecto por el otro no sea una imposición, sino una posibilidad reconstituida. Como sostiene Ahmed (2015), cambiar las emociones es cambiar las posibilidades del mundo, ahora bien, si este cambio sucede en una construcción relacional consciente y justa, las emociones se constituyen entonces en fuerza grupal y a la vez vulnerabilidad compartida y cuidada.

Tomando una perspectiva planteada por Judith Butler acerca del reconocimiento colectivo de la vulnerabilidad, construir convivencia restaurativa implica una ética de la co-responsabilidad afectiva: hacernos cargo de cómo nuestros afectos impactan a otros y cómo se inscriben en estructuras sociales más amplias. No se trata de «controlar» las emociones, sino de cultivar su conciencia y su potencial colectivo transformador.

En situaciones de daño interpersonal -por ejemplo, una traición de confianza entre amigos- no basta con racionalizar lo ocurrido y alcanzar acuerdos. Es necesario atender las heridas emocionales, entender y narrar colectivamente su formación, y abrir caminos para restaurar la dignidad y la pertenencia.

Desde esta perspectiva, la restauración, a diferencia de la mediación tradicional que exige neutralidad, reconocen que las emocionalidades están activamente implicadas. No solo en los participantes —víctimas, ofensores y comunidad—, sino también en el facilitador, cuya implicación emocional consciente se vuelve una herramienta fundamental. Siguiendo a Ahmed y Tomkins, esta circulación emocional no es un obstáculo, sino la materia prima misma de la transformación restaurativa.

La propuesta de Ahmed nos enseña que la política de las emociones no es un concepto abstracto, sino una herramienta viva para trabajar la convivencia, la noviolencia y la restauración de lazos. Emociones como el miedo, el dolor o la esperanza no son simples respuestas: son fuerzas sociales que debemos reconocer, acompañar y transformar. Solo así la convivencia podrá ser un espacio donde el afecto se convierta en posibilidad de justicia.

Referencias:

  • Ahmed, S. (2015). La política cultural de las emociones
  • Tomkins, S. (1962). Affect Imagery Consciousness.
  • Butler, J. (2006). Vida precaria: El poder del duelo y la violencia.

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