Entre boutique y botica restaurativa en la escuela
Evert Silva Aliaga2025-06-16T07:38:39-05:00He trabajado durante años acompañando escuelas en la incorporación de prácticas restaurativas. He facilitado procesos en conflictos y situaciones daños a través de círculos y justas, también he entrenado docentes, sostenido diálogos difíciles con directivos y equipos de liderazgo de las escuelas. He visto brotar la esperanza cuando una comunidad educativa decide restaurativamente hablarse desde la valentía y la dignidad. Pero también he presenciado con inquietud cómo la justicia restaurativa y su práctica es absorbida por las lógicas institucionales dominante, perdiendo su potencia para la redefinición del poder y el fortalecimiento de una ética del vínculo.
En muchas escuelas, lo restaurativo se ha vuelto una exigencia impuesta y para otros un título amable para la misma estructura que no cesa de producir desconocimiento del otro, exclusión, silenciamiento y castigo. Una práctica de maquillaje relacional y resolutiva todavía jerárquica, vertical, y basada en la obediencia.
Con frecuencia, la novedad y las exigencias de implementar procesos restaurativos en la convivencia escolar se organizan como actividades aisladas: rondas de chequeo, respuestas a preguntas restaurativas escritas en carteleras o “acuerdos de aula” presentados como si fueran pactos democráticos, cuando en realidad han sido definidos y prescritos de antemano por los adultos. Esta forma superficial de apropiación vacía de sentido lo restaurativo, convirtiéndolo en una rutina decorativa más que en una ética relacional.
Recuerdo un caso que acompañé con este problema. En una institución educativa, dos estudiantes adolescentes fueron convocadas por directivos a raíz de una agresión reportada —sin un proceso previo de escucha individual ni preparación restaurativa. Durante el encuentro, se le pidió al estudiante señalado como responsable que ofreciera disculpas, diera la mano y prometiera no volver a repetir la situación. Lo hizo, no por entendimiento y convicción, sino por la presión ejercida por la figura adulta.
Sin embargo, la situación no se resolvió: se agravó. Tras el encuentro, el estudiante que fue obligado a disculparse expresó a su familia que su compañero llevaba más de un año hostigándolo, excluyéndola de los grupos y usando palabras despectivas hacía su estatura, color de piel y cabello. En esta ocasión, ante una nueva agresión, le dijo que su actitud era cobarde y tóxica, eso detonó la queja por parte del otro estudiante y sus padres. En el proceso inicial de acompañamiento, el joven que fue reprendido preguntaba con dolor: “¿Y a mí cuándo me pedirá perdón?”.
El daño no había sido reconocido de forma bilateral. EL estudiante que fue escuchado por las directivas —posiblemente por estar acompañada de sus padres— no tuvo que asumir la responsabilidad de sus acciones pasadas, que reconocería después. En cambio, quien fue obligada a disculparse sintió el peso de una injusticia comunitaria: no por lo que se dijo, sino por cómo se silenciaron sus razones, su historia, su dolor.
Este caso revela con claridad que la justicia restaurativa no puede reducirse a gestos forzados de reconciliación o exigencias de perón, ni a escenificaciones moralizantes impuestas como técnicas. Su potencia está el proceso de crear las condiciones pedagógicas necesarias para la escucha profunda, el reconocimiento genuino, la construcción de confianza y el compromiso con la verdad compartida. Cuando esto se omite, el conflicto no se transforma: se camufla… y termina regresando con más fuerza.
Esta lógica reduccionista se profundiza aún más cuando lo restaurativo es reducido, en muchos casos, a una caja de herramientas para manejar el comportamiento. Se aplica con el estudiante que humillo, con el que golpeó, el que desafió la norma. Se busca que “reflexione”, que “repare”, que “entienda”. Pero no se interroga el contexto que produjo esa reacción, ni el currículo que descuida el surgimiento de la experiencia, ni el tipo de estructura disciplinaria institucional que desencadena el bajo o mal relacionamiento. Se posiciona de esta manera una visión limitada de la responsabilización, asumiendo que es el estudiante el único responsable de su conducta, como si se tratara de una repentina y espontánea mala decisión o actuación.
Está manera de practicar el enfoque restaurativo, no solamente se distancia de la esencia participativa y colectiva del enfoque, sino que también no se repara el daño estructural.
Del enfoque relacional al silenciamiento estructural
Uno de los riesgos más evidentes de las aplicaciones escolares de lo restaurativo es su desconexión con las causas profundas de los conflictos. Como han señalado Evans y Vaandering (2016), si bien el enfoque restaurativo ofrece oportunidades valiosas para rehumanizar las relaciones, puede también ser cooptado por el sistema educativo para legitimar prácticas de control, si no se asume desde un compromiso ético con la transformación estructural.
“Una escuela puede tener círculos restaurativos y aún reproducir racismo institucional. Lo restaurativo no puede limitarse a lo relacional, necesita ser político” (Evans & Vaandering, 2016, p. 16).
Muchas veces, lo restaurativo se convierte en una técnica más para lograr obediencia o complacencia emocional. Un “recurso” que se activa cuando falló el reglamento, cuando hay que evitar una remisión, cuando no se quiere ni se sabe cómo sancionar que no sea con violencia. Pero no se reconoce, trabaja y transforma las raíces del conflicto y mal relacionamiento en la persona, el grupo y la misma institución. No se cuestiona la lógica punitiva que sigue habitando en la convivencia institucional, ni se modifica el enfoque conductista que sigue rigiendo las prácticas educativas.
El efecto “boutique” de las prácticas restaurativas
En contextos escolares marcados por la presión del rendimiento, el orden y la eficiencia, lo restaurativo corre el riesgo de convertirse en un programa boutique: vistoso, bien presentado, cargado de buenas intenciones, respuesta 100% efectiva, pero sin implicación real con los dolores de fondo de la comunidad educativa.
Como señala McCluskey (2009) con respecto a un estudio del enfoque restaurativo en escuelas británicas, muchas experiencias restaurativas en estas escuelas fueron implementadas como “proyectos piloto” sin alterar las estructuras de poder ni los paradigmas institucionales. El resultado fue una percepción de “incongruencia” entre el discurso restaurativo y las prácticas reales.
“Se trata más de aspiraciones que de cambios concretos, más de simbología que de transformación” (McCluskey, 2009, p. 418).
SI bien es una reflexión distante de nuestro tiempo y cultura, podría decir que esto también ocurre en América Latina. La formación en prácticas restaurativas suele centrarse en actividades, recursos y pasos metodológicos, dejando en la sombra la reflexión crítica sobre el rol de la escuela tanto en la reproducción de desigualdades, como en el débil y poco efectivo sistema pedagógico de convivencia. Se entrena al profesorado en cómo hacer preguntas restaurativas, pero no en cómo cuestionar el poder institucional que determina quién pregunta, quién responde y quién define el daño.
¿Restaurar qué, para quién y desde dónde?
Cuestionar constantemente qué entendemos por restaurar es clave para orientar con sentido las prácticas restaurativas en la escuela. ¿Se trata de volver a un “orden previo”, aparentemente sin conflictos pero marcado por tensiones silenciadas, exclusión y obediencia forzada? ¿O se piensa lo restaurativo como un modo de evitar el conflicto, maquillando la convivencia con una ilusión de armonía?
Es urgente desmontar estas ideas. Las prácticas restaurativas no son un regreso ni un escape: son una transformación radical de lo que nos duele, de lo que nos distancia. Implican cambiar cómo nos relacionamos, cómo enseñamos, cómo cuidamos y cómo aprendemos a través del conflicto, no a pesar de él.
Walgrave (2003) advirtió que el uso sin fundamentos del enfoque restaurativo corre el riesgo de inhibir su potencial crítico al uso desproporcionado del poder. En lugar de interpelar las lógicas institucionales del castigo, puede naturalizarlas, presentando la restauración como un proceso neutro y descontextualizado.
“La justicia restaurativa puede convertirse en un ejercicio de control afectivo, más que en una práctica emancipadora” (Walgrave, 2003, p. 146).
No basta con tener reuniones restaurativas si seguimos excluyendo a estudiantes por ser diferentes, por tener bajo rendimiento o por carecer de voz o representación. No basta con tener “acuerdos restaurativos” si siguen siendo redactados por los adultos. No basta con decir que “todos tienen voz” si no cuestionamos cómo se define el problema, en quiénes se concentra el poder y quiénes determinan los principios y valores que son legítimos en el aula.
Hacia una restauración radical y comprometida
Lo restaurativo debe recuperar su dimensión contracultural y contrainstitucional en tanto que es una oposición radical a todo modelo relacional punitivo y retributivo que pulula en nuestra cultura. La restauración propone que las comunidades revisen con honestidad las lógicas que han sostenido prácticas de exclusión, control y castigo: formas rígidas de jerarquía, ideales meritocráticos que invisibilizan desigualdades, dinámicas adultocentristas que restan agencia a niñas, niños y adolescentes, y respuestas normativas que patologizan la conducta o encubren el autoritarismo bajo el lenguaje de la corrección.
Necesitamos repensar lo restaurativo no como una técnica de gestión, sino como una pedagogía de las relaciones, de la escucha, la memoria y la reparación de desigualdades. Esto implica abrir espacios de reflexión colectiva donde se revise y transforme la cultura escolar, se cuestione las injusticias y se promueva una cultura participativa basada en el reconocimiento mutuo.
Porque si lo restaurativo se vuelve solo herramienta para suavizar el castigo, estaremos formando comunidades de obedientes pasivos ante el surgimiento y limitado tratamiento del conflicto, no una comunidad de ciudadanos críticos, responsables, exigentes y participativos de la buena convivencia, así como del lúcido tratamiento del conflicto o las transgresiones. Si en términos relacionales no revisamos lo que enseñamos, cómo medimos, cómo escuchamos y cómo nos cuidamos cuidamos y exigimos buen relacionamiento, no estamos restaurando nada. Solo estamos disimulando.
Referencias:
Evans, K., & Vaandering, D. (2016). The little book of restorative justice in education: Fostering responsibility, healing, and hope in schools. Good Books.
McCluskey, G. (2009). Restoring the possibility of change? A restorative approach with troubled and troubling girls. International Journal on School Disaffection, 6(2), 13–21.
Walgrave, L. (2003). Restorative justice and the law. Willan Publishing.
Zehr, H. (2002). El pequeño libro de la justicia restaurativa. Good Books.
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